-Padre, me acuesto con el ángel.
Seis palabras sencillas de vocabulario temprano
desbarataron la calma chicha del Padre Benito zambulléndolo de pleno en un
calvario del quince sin santiguar. Pongamos por caso que Dios, o la Virgen
María, o el Espíritu Santo, o los tres en celestial comanda hubieran sido el
sujeto de mi confesión, entonces el verbo tornaría en sacro magisterio.
-Hace tanto que lo conozco… -apostillé para amortiguar el
golpe.
-Pero con el ángel, hija…- respondió apesadumbrado. Con el
ángel se sueña cumpliendo con las normas ejemplares; acompañando el
sueño de una cohorte celestial, de una comparsa de serafines todo rizos
querubines para acompañar las horas muertas, ese tiempo laso de la fantasía, la
vitamina quimérica que todos necesitamos para sustentar carne y huesos en esta
orbe caprichosa, hija mía –soltó sin respirar.
Sueña con los angelitos, atemperaba con cariño mi padre todas las noches antes de subirme el embozo hasta la nariz. Ellos te protegen, a todos los niños buenos, decía convencido. Yo cerraba los ojos no sin antes protegerme la oreja del vampiro que surgiría lisonjero de las sombras para elevarme por encima de la cama con un abrazo letal y definitivo. Esperaba noche tras noche al de rostro umbrío y pelo negro, me imaginaba albergando a la bestia en ese espacio predestinado a los seres alados, reservados y aburridos que de tarde en tarde aparecían haciéndose acompañar de unas trompetas destempladas sopladas sin mucho entusiasmo. El señor de la noche me ofrecía una antología de privilegios que incluía a la Nancy y su guardarropía plegada y ordenada en el armarito rosa de fantasía. En estuche deluxe, Un delirio al que las niñas de mi generación tenían difícil acceso y por el que nos desvivíamos sin remedio. Nada que ver esa diosa de plástico fino con las criaturas hercúleas y rígidas vestidas de puntillas y perkal a las que se les escapaba la dignidad por las rebabas laterales. Cómo no caer en los brazos del vampiro a cambio de una chupadita de nada. Si ellos me querían por qué no entregarme al desafío del pecado, por qué no avariciar a la reina de las reinas, por qué no abrir la puerta al drama y al hervir de la sangre en arterias y capilares.
Hasta que mi ángel llegó.