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sábado, 24 de diciembre de 2011

El ángel

-Padre, me acuesto con el ángel.

Seis palabras sencillas de vocabulario temprano desbarataron la calma chicha del Padre Benito zambulléndolo de pleno en un calvario del quince sin santiguar. Pongamos por caso que Dios, o la Virgen María, o el Espíritu Santo, o los tres en celestial comanda hubieran sido el sujeto de mi confesión, entonces el verbo tornaría en sacro magisterio.

-Hace tanto que lo conozco… -apostillé para amortiguar el golpe.
-Pero con el ángel, hija…- respondió apesadumbrado. Con el ángel se sueña cumpliendo con las normas ejemplares; acompañando el sueño de una cohorte celestial, de una comparsa de serafines todo rizos querubines para acompañar las horas muertas, ese tiempo laso de la fantasía, la vitamina quimérica que todos necesitamos para sustentar carne y huesos en esta orbe caprichosa, hija mía –soltó sin respirar.

Sueña con los angelitos, atemperaba con cariño mi padre todas las noches antes de subirme el embozo hasta la nariz. Ellos te protegen, a todos los niños buenos, decía convencido. Yo cerraba los ojos no sin antes protegerme la oreja del vampiro que surgiría lisonjero de las sombras para elevarme por encima de la cama con un abrazo letal y definitivo. Esperaba noche tras noche al de rostro umbrío y pelo negro, me imaginaba albergando a la bestia en ese espacio predestinado a los seres alados, reservados y aburridos que de tarde en tarde aparecían haciéndose acompañar de unas trompetas destempladas sopladas sin mucho entusiasmo. El señor de la noche me ofrecía una antología de privilegios que incluía a la Nancy y su guardarropía plegada y ordenada en el armarito rosa de fantasía. En estuche deluxe, Un delirio al que las niñas de mi generación tenían difícil acceso y por el que nos desvivíamos sin remedio. Nada que ver esa diosa de plástico fino con las criaturas hercúleas y rígidas vestidas de puntillas y perkal a las que se les escapaba la dignidad por las rebabas laterales. Cómo no caer en los brazos del vampiro a cambio de una chupadita de nada. Si ellos me querían por qué no entregarme al desafío del pecado, por qué no avariciar a la reina de las reinas, por qué no abrir la puerta al drama y al hervir de la sangre en arterias y capilares.

Hasta que mi ángel llegó.

jueves, 29 de septiembre de 2011

La vieja

Se le rompió el lomo en dos, tres, cuatro pedazos, y después la tiramos por el terraplén. De tanto usarlo se le rompió el lomo a la vieja; venga viajes para arriba y para abajo con las espaldas cargadas de agua, de frutas, de papas, de latas, en carne viva el pellejo del roce del capazo y los ojos encabronados, fijos, apuntando al horizonte, en línea recta siempre hacia delante, desafiando la tierra y las charcas.

La quisimos bien a la vieja; nunca le faltó un trozo de yuca frita ni la jarra de vino negro que se bebía hipnotizada, como en trance la vieja, con el tembleque de la mano que nos parecía a todos que lo hacía a propósito para darnos sentimiento. La teatrera la llamábamos, siempre le gustó montar el espectáculo allá por donde fuera: en el mercado cuando trapicheaba con los hombres, contorsionándose para descargar los fardos y meneando las manos como las aspas de una ventolera, ahuyentando a los manoseadores, marcando territorio y dignidad la vieja.

Salía muy temprano, antes que el sol, y volvía al mediodía arrastrando los pies con los bolsillos llenos de polvo y el talego a rebosar. En silencio entraba en el chozo y descargaba el condumio en la olla de hierro. Allí se tiraba media hora la vieja cortando, pelando y azuzando el fuego hasta que el caldo levantaba el hervor y el aroma de la cochura llegaba hasta el patio con tal intensidad que se nos afilaban las narices para catar el punto del cocido. Después el silencio, las miradas, las tripas regurgitando el vacío y la ansiedad de las bocas sorbiendo el caldo.

Así un día tras otro de trabajera y pucheros y polvo en el alma como si la vida le hubiera guardado el rencor del pecado original a la vieja y la bicha del paraíso se le hubiera alojado en las entrañas para mordisquearla al compás de las horas.

Se le rompió el lomo en dos, tres, cuatro pedazos y no dijo nada. No protestó. La encontramos al amanecer, quietecita sobre la tierra, encogida y tiesa como un gorrión. Padre la breó con el pié varias veces, para confirmar no más, y se marchó en busca de la mula.

En qué mala hora, pensé, ya no quedan mujeres en la región.

domingo, 11 de septiembre de 2011

CUCAMONGA

La ciudad susurraba promesas bajo el palio de una luminaria intensa. Había vuelto a Nueva York con el aura cincelado del fracaso y la perspectiva de un futuro más negro que la noche que caía sobre mis hombros.

Frank Zappa entonaba Cucamonga en el garito de Benny la gorda, y yo sólo quería olvidar en la marea de una botella de bourbon de tres cuartos.

En Cucamonga hace muchos años, cerca de la iglesia del Santo Rodillo, había un lugar... la la la...

La cocina desprendía un aroma hediondo, como de estercolero de cerdos. Benny, apoyado en la barra, repiqueteaba con sus dedos encima del mostrador: ¡Oh, sí! ¡Esss bueno! Esa peculiar forma de hablar, arrastrando la ese como una damisela timorata; una damisela de 180 kilos con un culo negro picudo y maloliente. La atiplada voz se perdía entre los estertores del tipo que berreaba por los altavoces. Sí, era bueno, pero yo no estaba para los éxitos de otros. A mí me había tocado el boleto premiado: volvía al barrio, a Staten Island, con un apreciable miembro de mi anatomía sesgado.

La vieja NY se tambaleaba de nuevo rozando los límites del pecado. Azarosa, con achaques de rancia seductora, la ciudad se deslizaba a mi paso, acomodaba su pálpito de mercadeos y apuestas a mi marcha, reconociéndome sin rencor, con la benevolencia de una madre me apretaba contra su viciado corazón para arrancarme el alma de un tajo.

Entré por la calle Watking hasta el número veinte de Crossfield Ave. donde se alzaba majestuosa la morada de la señorita Milton, como se hacía llamar desde que rompió sus lazos conyugales con este prenda que les habla.

-Hola Patti, te ves más joven...
-Jódete John ¿qué te trae por aquí?
-Sólo quería saber cómo te va. Acabo de llegar. Venga Patti...

Jodida Patti, seguía siendo muy atractiva embutida en ese kimono negro con mariposas bordadas en la espalda.

-Ahueca John, o saca la billetera que te desluce la facha. Intuyo por el bulto que te han indemnizado bien.

Patti me despachó con un portazo después de que le estampara un sonoro beso en la mejilla derecha. Quise rastrear su boca pero desvió la cara en el último momento. Aún conservo en la solapa la arruga que su puño dibujó como una delación: había vuelto, pero no podía darle lo que ella necesitaba. Había vuelto, sí, dos cabrones me habían pagado el billete de vuelta a Nueva York en primera clase. Todos me miran, me reconocen, cuchichean... Soy el tipo que perdió la polla en Vietnam.

domingo, 24 de julio de 2011

Enamoramiento

Esta vez vino por derecho. Directo y sin contemplaciones se me acercó y me estampó un sello en la mejilla: me enviaba lejos, a un país que hace tiempo olvidé siquiera que existía. No dije nada; dejé que me empaquetara bien apretadita, atada con un cordel de cáñamo que se empeñó en reliar una y otra vez alrededor de mis piés, mis muslos, mi cintura... Tampoco dije nada esta vez, cuando a punto de cerrarme la boca con la cuerdita, y por temor quizás a un daño irreparable, se sacó del bolsillo una etiqueta autoadhesiva y la presionó suavemente sobre mis labios mirándome a los ojos. Después se dio media vuelta y se marchó.

Habito quieta, desde entonces, en este país tan extraño.

viernes, 22 de julio de 2011

Ya sabes lo que quiero

Ya sabes lo que quiero.
La comparsa de gotas repicando sobre la fachada del teatro acompaña el estribillo de su voz en mi cabeza. Ya sabes lo que quiero, me susurra al oído mientras me agarra los cojones con manos invisibles. Maldita zorra. Es un buen día para morir –me digo mientras la lluvia se cuela por el tejido barato de mi gabán.
Camino despacio, buscando la complicidad de la oscuridad; el trayecto es corto. Ahora estará rindiendo cuentas con la jornada; contando los céntimos que ella se gastará mañana en el bingo. No sé si podré mirarlo a los ojos. Abordo la calle Cubas con los pies helados y el corazón enloquecido; temo despertar sospechas entre los transeúntes que se agitan incómodos ante esta noche húmeda y lóbrega. Las pulsaciones me delatan, producen un sonido metálico al contacto con la placa. La saco del bolsillo de la camisa y la entierro entre los tickets que justifican mis pesquisas.
Me detengo en el portal. Desde la acera de enfrente he echado una ojeada al primero izquierda. Una suave luz ilumina el apartamento. Abajo, en el taller de joyería, la cancela metálica está echada y la alarma parpadea como un ojo demoníaco. Me da miedo cruzar el umbral, el ojo me acecha y me señala, y yo no sé si podré.
Ya sabes lo que quiero.
Él está confuso, no me conoce. Le enseño la hoja y se orina en los pantalones. Quiere dármelo todo. Saca del bolsillo un taco con una buena colección de billetes. Yo me acerco y giro la mano para que el hierro entre bien. Lo apuñalo como a un cerdo, la carne es blanda, el camino ligero. Su cara se transforma cuando mira hacia abajo y ve la cuchilla bien dentro. Es esto lo que quieres ¿no?, me dice antes de morir.

domingo, 15 de mayo de 2011

Dame tiempo

Ellos nos gritan: ¡Blasfemáis!

Desde hace tiempo lo sabemos.
Desde hace tiempo lo sabemos: ¿qué importa?
Vosotros moléis en los molinos de la muerte la blanca harina de
la Promesa
y la ofrecéis a nuestros hermanos y a nuestras hermanas.

Nosotros agitamos la blanca cabellera del tiempo.

Lo sabemos. Memoria hábito que habita el presente; memoria persistente que quiero matar como a un padre tardío. Dame tiempo para sanar la migraña; tiempo de olvido o tiempo de origen. Nunca más este tiempo que sólo se solapa con tu aroma verde y fresco, con tu grano y tu hoja, con tu puerta siempre abierta. Polinízame.

Y si acaso te perdiste en el bolsillo de un ingrato camello, búscame gritando mi nombre, dame tiempo para recordar dónde olvidé la vieja promesa.

O miento.



jueves, 12 de mayo de 2011

Dos mil en mi cabeza

Una vez sobre el sofá y mil en mi cabeza.

Aún no sé el color de tus sueños; ni qué camino andar para ir a tu casa; tampoco qué señal sobre la grava dejan tus pies.

Sólo una vez más sobre el sofá y dos mil en mi cabeza.

El resto ya lo iremos pensando.



lunes, 9 de mayo de 2011

LAS LAGARTAS

No han salido este año las lagartas al sol, no. No han salido las lagartas. En casa mejor: guarida de hombrecillos difusos y damas añejas; lujo de terciopelos y bordados de oro inútiles; reprimenda de puños y doce padrenuestros por cabeza. Mejor así, en casa, a resguardo de la lluvia y las miradas lascivas, protegida de las sombras al quite y el bamboleo rítmico de los clarines, presas de su propia inconsciencia.

Quizás el año que viene. A lo mejor.

martes, 8 de marzo de 2011

DOMINGO, 19 DE SEPTIEMBRE DE 2010

¿Con qué ojitos tú me miras, amol? -me dijo contoneando las manos como una flamenca. Que no tengo yo banana que trajiná, chica.
Ni yo, Rita, ahora descanso el finde de cubatas, de viejos y de fritanga.Y nada más de Rita, esa Rita que no tiene peritas, apenas dos picos de pericos picoteando la blusa; más plana que los mármoles de la capilla sixtina. Y más fría. Más aún en contraste con la otra, la de lunes a viernes, con las mismas tetas picúas y las plantas de los pies achicharradas de quemar calles y miradas.
Aquí no quemo más que las brasas de las castañas y vuelo vuelo vuelo en redondo, girando alrededor del planeta, zafando al mundo su puñetera suerte, culebreando por esta telaraña de infinitos caminos, de infinitas salidas, de infinitas soledades.
Rita que no pita; Rita que grita y grita de algeciras hasta estambul y sólo pinta de azul la callocidad de sus dedos con un ungüento de chinos, lo más barato del mercado. Como ella. Como yo.

domingo, 31 de octubre de 2010

Domingo, 12 de septiembre de 2010

Porque la noche es para los amantes
vocifera ella por los altavoces.
Y la mía no.
Aplastar mi corpulencia sobre las sábanas húmedas
agotar mi consciencia en números y deseos
rendirme a la violencia de los huesos.
La mía no.

Es domingo, y llevo sin echarme agua encima desde el viernes, antes de salir de caza, en la mierda de casa que comparto con el viejo. Me gusta oler mi cuerpo. Por eso no me lavo los fines de semana: entro en salmuera, en la de mi propia humanidad; así me conozco. Y me reconozco.
Hace tres meses que alquilé este estudio de una habitación y un cuarto de baño. Para comer me las apaño con un infiernillo eléctrico y latas de albóndigas. Con el dinero de la primitiva lo alquilé. Y un portátil. Y no se lo conté a nadie.
Que me tocó.
Tenemos wifi en los apartamentos. Es muy moderno el casero: un tío cuarentón que juega a las canicas con las cucarachas los fines de semana, cuando vengo. Ellas aprovechan mi ausencia de lunes a jueves para bucear en sus facebook. Yo las encuentro los viernes por la noche dormiditas encima del teclado. Pobres. Quizás un desengaño al otro lado de la red; o el ddt que se cuela por debajo de la puerta.
Como una cucaracha, como cualquiera de ellas, las que acaban en la papelera del pasillo me siento yo cuando bajo la cremallera de la rendija. Pero una vez dentro todo cambia: enciendo el aparato y me invento la vida. Y empiezo a olerme.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Madame Rocamadour

Allí estaba, oculta entre papeles amarillentos, en el cajón del escritorio donde se ahogaban en el olvido las noticias y los saludos familiares escoltados por un faro al atardecer con reflejos dorados en las crestas de las olas; por la plaza de un triunfo cualquiera con un ángel dorado señalando al infinito; por las cuatro instantáneas de piedras que murmuraban los secretos de antiguas civilizaciones entre los estertores de la modernidad. Allí estaba, firmada en 1789, en París. La rúbrica, escrita con una plumilla de ave de color rojo, destacaba del resto del texto de un negro sucio, equívoco: Michelle Rocamadour.
Me llegó hace veintisiete años. No sé exactamente la fecha, unos meses antes de divorciarme de mi esposa, de mi querida Ernestine. Temía recoger el correo, verificar por escrito la muerte de ese amor bajo la fachada de un remite huérfano, ordinario. La culpa había sido mía. Ernestine no pudo soportar mi traición en un asunto con una velilla de tres al cuarto, una muchacha que tiró del hilo de mis apetitos desbaratando la trama urdida durante catorce años de feliz matrimonio. No hice objeciones a ninguna de las demandas de su abogado. Nada me importaba, los objetos protegían nuestros recuerdos, simulaban en sus formas momentos señalados de nuestra vida en común. Sólo el escritorio de caoba con incrustaciones de palisandro que adquirí en la India, durante nuestro viaje de novios, habría de acompañarme en tan ignoto futuro: en la superficie pulida le había escrito las más sentidas sentencias de amor.
Durante el juicio nadie creyó en las fuerzas poderosas que me impulsaron a cometer tamaño error. Excusatio non petita, accusatio manifesta. Debí apelar a otros impulsos más carnales, primitivos, por así decirlo, que aquellos que vertían su ingrávida osadía en llamadas al honor. No acerté. La comitiva juiciosa interpretó en mis designios la temeridad, la culpabilidad de mis actos impuros y abominables. No hubo Dios entonces, y tampoco lo hay ahora, cuando me enfrento a la epístola que me acorraló y la que no tuve a bien mostrar para corroborar la verdad que se cernió sobre mí en París, allá por el 1789.

Callaba y abría las puertas
Preñadas de misterio.
En las tripas la palabra
Traicionera.
En los dedos la vergüenza
rubricada.

miércoles, 8 de octubre de 2008

MI VIAJE A LA LUNA

Cuando me comunicaron que iba a formar parte de la expedición yo me hallaba sumido en un profundo sueño. Poco rato antes caminaba por un sendero abierto en el maizal. Mi objetivo era alcanzar la figura mortecina y grotesca que se alzaba al fondo de los tallos con los brazos en cruz. La figura se mecía levemente a merced del viento de poniente, caprichoso con mi sombrero, emperrado en seguirlo por entre el maizal. A cada rato, la ventisca, en connivencia con mi sombrero, me desviaba del camino y vuelta a empezar: primero girar sobre mis pies en punta para alcanzar a ver la falla en la uniformidad; después, caminar en línea recta apartando los largos tallos hasta encontrar el suelo desbrozado, de nuevo el camino, el sombrero encasquetado, el espantapájaros cada vez más lejos.


La expedición estaba a punto de partir, no había tiempo que perder, la luna aparecería de un momento a otro. Mi objetivo se desfiguraba en el claroscuro que dibujaban los últimos rayos del sol; una sombra apenas. Yo caminaba cada vez más deprisa, tropezando con los restos de mazorcas esparcidas por la tierra, las manos como garras aferrándose a los enhiestos tallos ahora paralizados por la noche. Me dolían las rodillas, ella estaba apareciendo, estampando la figura contra su corola blanca, afianzándola en su centro de gravedad como un camafeo gigantesco que sirviera de adorno a este descolorido planeta.

Se me antojó que algo se estaba cociendo en el paladar del mundo; algo grande no exento de gravedad. Ya te lo dije, cuando la fiebre salvaje azotó las calles y se apoderó de todos. Manoseaban el aire atrapando los sueños que amables vendedores ofrecían ufanos. Las greñas enredadas en sus dedos servían de moneda de cambio. Algunos, incluso, apartaban a sus hijos para entregarse al Hacedor que desde la gran pantalla emitía en prosa ilusiones anheladas.

El teléfono suena de nuevo, faltan pocos minutos, ella nos espera, y yo quiero alcanzarla con los brazos extendidos. Para ella, que probó el antídoto de la locura y ahora se mece plácidamente fraguando poemas de amor.

lunes, 7 de julio de 2008

LA PICONERA

Los recuerdos que pugnan por salir son tan reales como la mierda que tapiza esta casa: pegotes solidificados de lo que antes fueron pulposas frutas; bolas de pelo y cadáveres agrietados por insuficiencia queratinosa; mi inmundicia cabalgando ajena por entre sus cosas, pocas, las que retuvieron el olor de su cuerpo.

No eres nada –me dijo. Y esa nada se aferró dentro de mí poblando el futuro de un polvo tan negro como su alma. Y como su pelo. La chiquita piconera la apodábamos dejando escapar por entre los dientes el deseo de agarrarla en el río y clavarla en la ribera cercando sus tibios flancos con el peso de nuestra hombría. Eran los tiempos del chusquero José, el cordobés que la llevaba a sus espaldas como una mula dócil.

Ella sacudía las caderas al paso camino de lo del indiecito elevándonos las bolas. Antes de cruzar la cortina pegajosa yo lanzaba la vista atrás y la sorprendía clavándome la mirada con esos ojos tan negros, la muy puta, criando bien gordo el gusano de la codicia. Después volvía la cabeza con falsa soberbia y era de nuevo sombra tras otra sombra perdiéndose en las arenas del canal.

Bebíamos y nos ajustábamos las fuerzas en la taberna de Raulito. No nos quedaba nada más. Gastar el jornal de la mina de los ingleses, escupiendo cada real, encharcando la salud con el polvo amarillento y amargo de esta piedra sulfurosa celosa de la tierra a la que se aferra. Y ella relamiéndose delante de todos con esa sonrisa perversa.

Mírame, ordenaban sus ojos, para luego arrimarse al chuzo del viejo y refregar el muslo por sus muslos mientras nos consumíamos por las ganas. Un día, y otro, y otro, culebreando sinuosa por entre nuestras miradas; arrancando de cuajo la hombría, disimulando roces, babeándonos de rabia y celos. Tenía que pasar, sólo quinientas veintisiete horas, el precio del deseo, el tiempo que se hace esperar la venganza.

Algunos días nos mandaban a sudar en la cornisa del verde, cerca de Bella Vista, donde las damas debatían y se abanicaban en sus lujosas casas victorianas. La piedra allí lanzaba chispazos al batir: dura y pulida, entrenada al desafío de aires y lluvias en la cima del tesoro. Y apenas contábamos con la ración diaria de agua que en las alturas se nos hacía insuficiente.

Uno de esos días me mandó llamar la Wilcox, una vieja estúpida, suegra del contable del consorcio. Me llevaron al jardín para talar un magnífico roble que entorpecía el escenario del velador de verano que a la vieja se le había antojado instalar. Las mujeres tomaban té tras un macizo de begonias que ocultaba sus piernas. Yo podía oír sus risas y advertía el objeto de su diversión: la divisé nada más llegar. Me dolía la cabeza, diez horas al sol, y no conseguía calmar la sed con el agua limón que la asistenta me traía a cada rato. Las voces afiladas perforaban intencionadamente mis tímpanos. Ellas sabían y enfilaban hacia mí sus comentarios y burlas. No tenía escapatoria.

De vuelta al barracón la encontré, me estaba esperando, caliente como una perra. Las punzadas eran aún más fuertes y algo se debió fracturar en mi cabeza.

El dolor remitió; tan sólo el asco de estas prendas de encaje gustadas de barro y sangre. Y la nada.