Los recuerdos que pugnan por salir son tan reales como la mierda que tapiza esta casa: pegotes solidificados de lo que antes fueron pulposas frutas; bolas de pelo y cadáveres agrietados por insuficiencia queratinosa; mi inmundicia cabalgando ajena por entre sus cosas, pocas, las que retuvieron el olor de su cuerpo.
No eres nada –me dijo. Y esa nada se aferró dentro de mí poblando el futuro de un polvo tan negro como su alma. Y como su pelo. La chiquita piconera la apodábamos dejando escapar por entre los dientes el deseo de agarrarla en el río y clavarla en la ribera cercando sus tibios flancos con el peso de nuestra hombría. Eran los tiempos del chusquero José, el cordobés que la llevaba a sus espaldas como una mula dócil.
Ella sacudía las caderas al paso camino de lo del indiecito elevándonos las bolas. Antes de cruzar la cortina pegajosa yo lanzaba la vista atrás y la sorprendía clavándome la mirada con esos ojos tan negros, la muy puta, criando bien gordo el gusano de la codicia. Después volvía la cabeza con falsa soberbia y era de nuevo sombra tras otra sombra perdiéndose en las arenas del canal.
Bebíamos y nos ajustábamos las fuerzas en la taberna de Raulito. No nos quedaba nada más. Gastar el jornal de la mina de los ingleses, escupiendo cada real, encharcando la salud con el polvo amarillento y amargo de esta piedra sulfurosa celosa de la tierra a la que se aferra. Y ella relamiéndose delante de todos con esa sonrisa perversa.
Mírame, ordenaban sus ojos, para luego arrimarse al chuzo del viejo y refregar el muslo por sus muslos mientras nos consumíamos por las ganas. Un día, y otro, y otro, culebreando sinuosa por entre nuestras miradas; arrancando de cuajo la hombría, disimulando roces, babeándonos de rabia y celos. Tenía que pasar, sólo quinientas veintisiete horas, el precio del deseo, el tiempo que se hace esperar la venganza.
Algunos días nos mandaban a sudar en la cornisa del verde, cerca de Bella Vista, donde las damas debatían y se abanicaban en sus lujosas casas victorianas. La piedra allí lanzaba chispazos al batir: dura y pulida, entrenada al desafío de aires y lluvias en la cima del tesoro. Y apenas contábamos con la ración diaria de agua que en las alturas se nos hacía insuficiente.
Uno de esos días me mandó llamar la Wilcox, una vieja estúpida, suegra del contable del consorcio. Me llevaron al jardín para talar un magnífico roble que entorpecía el escenario del velador de verano que a la vieja se le había antojado instalar. Las mujeres tomaban té tras un macizo de begonias que ocultaba sus piernas. Yo podía oír sus risas y advertía el objeto de su diversión: la divisé nada más llegar. Me dolía la cabeza, diez horas al sol, y no conseguía calmar la sed con el agua limón que la asistenta me traía a cada rato. Las voces afiladas perforaban intencionadamente mis tímpanos. Ellas sabían y enfilaban hacia mí sus comentarios y burlas. No tenía escapatoria.
De vuelta al barracón la encontré, me estaba esperando, caliente como una perra. Las punzadas eran aún más fuertes y algo se debió fracturar en mi cabeza.
El dolor remitió; tan sólo el asco de estas prendas de encaje gustadas de barro y sangre. Y la nada.
No eres nada –me dijo. Y esa nada se aferró dentro de mí poblando el futuro de un polvo tan negro como su alma. Y como su pelo. La chiquita piconera la apodábamos dejando escapar por entre los dientes el deseo de agarrarla en el río y clavarla en la ribera cercando sus tibios flancos con el peso de nuestra hombría. Eran los tiempos del chusquero José, el cordobés que la llevaba a sus espaldas como una mula dócil.
Ella sacudía las caderas al paso camino de lo del indiecito elevándonos las bolas. Antes de cruzar la cortina pegajosa yo lanzaba la vista atrás y la sorprendía clavándome la mirada con esos ojos tan negros, la muy puta, criando bien gordo el gusano de la codicia. Después volvía la cabeza con falsa soberbia y era de nuevo sombra tras otra sombra perdiéndose en las arenas del canal.
Bebíamos y nos ajustábamos las fuerzas en la taberna de Raulito. No nos quedaba nada más. Gastar el jornal de la mina de los ingleses, escupiendo cada real, encharcando la salud con el polvo amarillento y amargo de esta piedra sulfurosa celosa de la tierra a la que se aferra. Y ella relamiéndose delante de todos con esa sonrisa perversa.
Mírame, ordenaban sus ojos, para luego arrimarse al chuzo del viejo y refregar el muslo por sus muslos mientras nos consumíamos por las ganas. Un día, y otro, y otro, culebreando sinuosa por entre nuestras miradas; arrancando de cuajo la hombría, disimulando roces, babeándonos de rabia y celos. Tenía que pasar, sólo quinientas veintisiete horas, el precio del deseo, el tiempo que se hace esperar la venganza.
Algunos días nos mandaban a sudar en la cornisa del verde, cerca de Bella Vista, donde las damas debatían y se abanicaban en sus lujosas casas victorianas. La piedra allí lanzaba chispazos al batir: dura y pulida, entrenada al desafío de aires y lluvias en la cima del tesoro. Y apenas contábamos con la ración diaria de agua que en las alturas se nos hacía insuficiente.
Uno de esos días me mandó llamar la Wilcox, una vieja estúpida, suegra del contable del consorcio. Me llevaron al jardín para talar un magnífico roble que entorpecía el escenario del velador de verano que a la vieja se le había antojado instalar. Las mujeres tomaban té tras un macizo de begonias que ocultaba sus piernas. Yo podía oír sus risas y advertía el objeto de su diversión: la divisé nada más llegar. Me dolía la cabeza, diez horas al sol, y no conseguía calmar la sed con el agua limón que la asistenta me traía a cada rato. Las voces afiladas perforaban intencionadamente mis tímpanos. Ellas sabían y enfilaban hacia mí sus comentarios y burlas. No tenía escapatoria.
De vuelta al barracón la encontré, me estaba esperando, caliente como una perra. Las punzadas eran aún más fuertes y algo se debió fracturar en mi cabeza.
El dolor remitió; tan sólo el asco de estas prendas de encaje gustadas de barro y sangre. Y la nada.
17 comentarios:
A mí me sería imposible escribir desde el punto de vista de un hombre, básicamente porque no entiendo sus líneas de razonamiento (si es que las tienen), pero tú lo bordas.
Un texto crudo que te ha salido a la perfección. Me has dejado sobrecogida con ese final tamizado de barro y sangre. (A ellos se les fractura la cabeza demasiado fácilmente, me temo y sirva este paréntesis como mera apreciación personal que quizá se vaya un poco del tema)
Un beso.
Qué sobrada que andaba la jodida...¡¡¡
Ahora seguro que ya no calienta tanto...
Un texto estupendo, Maestra.
Eva, no será que vienen de fábrica ya fracturados? Digo yo por plantear una posibilidad, jajaja.
Las líneas de razonamiento masculino, en general, son un misterio, pero tratándose de carne resultan demasiado obvios.
De todas formas, para compensar, la piconera tenía tirilla, y no hizo más que meterse en la boca del lobo.
Besotes
Carlos, pobrecita, sobrada pero no merecía tanto, quizás un buen achuchón pa espabilarla de tanto aire de grandeza.
Gracias a ambos y un beso
Claro
La descripción que haces de las situaciones me resultan pictóricas, me vino a la mente los cuadros que Sorolla pintó por encargo sobre las provincias españolas.
La piconera es propia de Julio Romero de Torres
Y el final apotósico propio de un Bacón desgarrado.
Ya nos dirás si pintas los textos con oleos Titán o Tucán.
Besos.
Makiavelo, conozco los titán pero los tucán no me suenan. Sorolla es impresionante y pintaba formatos gigantescos en pocos días; Romero de Torres descubrió a su chiquita y nos la regaló con titán, preciosa; y Bacon te transporta a otro mundo.
Ésto mío es sólo el entretenimiento de una dama en apuros que pinta con rotuladores carioca.
Besos
Pues lo haces muy bien, bonita.
Besos.
Gracias, guapo
Me encantó lo de "Piconera". No quiero ni pensar lo que la susodicho haría con una caja de Carioca de 12....con esa punta tan roma y erótica que tienen....
Carlos, la nena haría lo mismo que con una caja de 12 de lápices Rubio, pintarse de colores la vida.
Era mala, así la pinté, pero cuántas alegrías dió a esos muchachos de principios de siglo en Riotinto..., jajaja, los puso a cinco patas (Uy, que me envalentono)
Paro porque después de lo del makiamalo voy a terminar con una barbaridad.
Besitos
El trabajo en las minas en esa época, era poco menos que un suicidio lento pero seguro...
"Escupiendo cada real, encharcando la salud con el polvo amarillento y amargo de esta piedra sulfurosa celosa de la tierra a la que se aferra"
Parece que la Piconera levantaba los "ánimos", pero ¿a qué precio?.
Chiara, como dice Eva, me admira lo bien que te mimetizas en la piel de un hombre.
Mientras leía, en mi mente escuchaba la canción de "Lola, Lolita, la Piconera"...
Como siempre leerte es un lujo!
Besos:)
Y bien dura que era, Sibyla, y encima a pleno rendimiento. Sabes que el fútbol y los boy scouts surgen en España en Riotinto? Y la primera protesta medioambiental? Y mira por donde, allí fue a parar la piconera.
Lo de la mímesis es que nací siendo Manolo (próximamente contaré mi transformación, jajaja). En serio, ensayo gestos masculinos delante de mi boyscout y nos partimos de risa. Es que me fijo mucho.
UN besote.
La emoción de la carne nos acerca a hombres y mujeres al escribir, sí. Pero también esa rabia social y proletaria ¿no? que se lo digan a D.H. Lawrence, que hizo el viaje contrario que tú, Isabel ;)
Escribes muy bien. Gracias.
Gracias a ti Lagarto, tu comentario me trajo recuerdos de una chiquilla robando Mujeres enamoradas de la librería del abuelo. La emoción de la carne a temprana edad, y la pasión prohibida. De todo ésto supo mucho Lawrence, un tipo valiente. Y un gran poeta.
Besos (me hubiera gustado hacer sólo un tercio de su camino, de veras, con la misma intensidad y libertad)
Estuve pensando mucho en cómo definir el post, y me sale "perceptivo" porque todos los sentidos se activaron al leerlo, y eso es maravilloso.
Un beso
Pues yo, "le doy" igual.
:P
Encantado.
Gracias guapa, no sé qué decir, la tensión, la espera, el sufrimiento activa algo dentro de ti. A mí me dispara.
Un beso Luz
Juan Pablo, no esperaba menos.
Un beso encantado (éste sí)
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