martes, 30 de agosto de 2011

El PP

La gorda se quedó estupefacta cuando vio la pirámide de vidrio, se plantificó en medio del atrio central con los brazos en cruz y empezó a vociferar "a mi la grandeur, a mi la grandeur..." mientras los guardas de seguridad se miraban atónitos por aquel esplendor femenino, todo carnes y rebabas. "A mi la grandeur..." dejé predicando a la gorga, dándome margen para consultar el manual de visita que nuestro jefe Spencer  había incluido en el punto 6 del Prospection Proyect que nos había llevado a París.

El PP, como lo llamábamos familiarmente, era un documento de 45 páginas, con su versión digital pps, que pretendía liderar una ofensiva contra los grandes museos europeos. Spencer, director del departamento de Asuntos Pintorescos del Museo del Prado, era el artífice del proyecto; la gorda y yo, Randolph, los ejecutores.

Viajamos a París esa misma mañana en un vuelo de ryanair. La gorda no había volado nunca en avión,  se pasó todo el viaje desparramada sobre mi dorsal derecho. Ni que decir tiene que no le presté la más mínima atención: yo soy fiel a mis afectos y la gorda aún no había pisado la tierra gala, tan propensa al romanticismo y la folie. La cronología de los hechos quedaría coja si no antecedo las circunstancias que habían llevado a nuestro jefe a planificar este delirante ataque. Debo reseñar un dato histórico que llevará a comprender los intríngulis del PP. 

Spencer, experto en porcelanas y esmaltes de la dinastía Qing, consiguió a la edad de 25 años el puesto de conservador del Palacio Nacional de Taipei, un cargo que mantuvo durante veinticinco años más, lo cual le dio tregua para abundar en información sobre las prácticas agrícolas en la ribera del Danshui, el badminton, los videojuegos online, y la devoción de los chinos por el arte mimético, en este orden y destacando que el último descubrimiento se hizo posible gracias al hábito de airearse todas las tardes en largos paseos por la ribera del río, donde le sobrevino la divina providencia de espiar a los mercaderes con constancia y tesón.

Afectado por las inconveniencias de la ingestión indiscriminada de arroz se las ingenió para proponer, en un período de laxa legalidad, su candidatura al Museo del Prado y al singular departamento que él mismo propuso, asegurando que esta iniciativa le daría al polvoriento Prado un aire cool que nadie se atrevió a discutir viniendo el candidato de donde venía. 

Tras dos años de convocatorias amañadas en el BOE consiguió cerrar la maleta y con una severa reverencia seguida de un descomunal corte de mangas se despidió del Palacio Nacional de Taipei, de la ribera del Danshui y de un estreñimiento que al mínimo estuvo de destrozarle el recto. 

La primera semana en El Prado desnudó una verdad como un templo:l visitante español aún gustaba del tergal y del corte al bies. Nada que ver con las sedas drapeadas italianas, los livianos chifones franceses, el mohair alemán, tan calentito y acogedor, o la lycra americana, que la potencia sin control, no sirve de nada. Ahí llegamos al PP y al viaje de la gorda et moi a París con una misión secreta: descubrir por qué carajo el Louvre es "le Musée" más visitado, con diez millones de forasteros al año.

Bien está que "le Musée" dispone de una colección de momias de postín, que los tres mujerones de antaño asientan sus carnes magras en las estancias más destacadas, y que Lara Croft se paseó en El ángel de la oscuridad por sus galerías. Nunca creí la teoría esa de la conjunción de la espada y el cáliz de Brown; más bien, me da por pensar que el chino que ideó el juego piramidal -esto lo corroborará Spencer a su tiempo-, se inspiró en un plato tradicional cantonés, el chop suey, que significa trozos mezclados, lo que somos todos aquí abajo, pedazos de humanidad mezclados en un wok del revés. Mi amigo Chardin se inclinaría por la teoría de la noosfera, parece que lo estoy viendo, una idea extravagante y megalomaníaca que predica la liberación de energía fruto del pensamiento y la interconexión de toda esa energía con el objetivo de crear la conciencia universal. Un cachondo este Chardin, que ya se percató del subidón que genera la colectividad cuando se acomoda bajo el mismo techo o en espacio acotado. Pero vamos a dejarnos de botellonas, aunque ésta se incline más por el deseo de la human motivation en su más elevado escalafón, y volvamos al móvil de nuestra excursión.

La gorda, aviesamente, hilvanaba palabras con los guardas prodigándose en meneos, tocamientos y golpes de efecto, con la misma locuacidad labial que ya había tenido la ocasión de comprobar esa misma mañana. Nada más aterrizar en París, en el Charles de Gaulle, nos dirigimos a la cola de taxis y percibimos un gran desconcierto: los taxistas no atendían por el orden establecido, preguntaban por el destino y, si les convenía, te cogían o pasaban al siguiente. Yo cité varias veces la dirección de nuestro hotel en la Place Vendôme. 

Como si nada.

La gorda bufaba cada vez que uno pasaba de largo, hasta que se hartó y empezó a vociferar "vendome, vendome, vendome..." y acudieron cuatro a la vez. Dicen que hay una elevada población argentina en París desde que, en 1951, Julio se mudara a esta insigne ciudad.

Llegamos al hotel en un pispás, aunque tuve que calmar al pobre hombre con un billete de 50 euros más el importe del recorrido. El tío se puso muy pesado con la gorda, a la que no dejaba de repetirle algo del orto que me tuvo muy escamado y me hizo plantearme algunas preguntas: ¿se había enamorado el taxista de súbito que ya quería compartir un amanecer con la gorda? ¿Sería verdad la fábula que se cuenta de París? ¿No eran al final actores los hermosos besucones de Doisneau?

- Randolph, Randolph...

La gorda me llamaba. Los guardas se habían dejado llevar por la voluptuosidad de sus carnes y le estaban proporcionando información de calidad. Yo estaba deseando subir hasta la segunda planta y encontrarme cara a cara con ella, con la heroína, con la jocosa. Había soñado con ese momento tantas veces que, honestamente, me sobrecogía una molesta turbación ahí abajo. Mona, como yo la llamaba en la intimidad de nuestras conversaciones, se me aparecía, desde mi entrada en la pubertad, con pasmosa naturalidad, sin rastro del esfumato de la muchacha estampada en el lienzo del Louvre. Así, sin más, charlábamos de nuestras cosas. Incluso a veces coincidía su visita con la de Federico o Manuel, y ahí nos reíamos de tanta teoría y especulación a su costa, sobre todo de aquella del doctor patrio que la aquejó de alopecia, a ella, que se desmelenaba nada más entrar en mi punto de mira y ¡qué fecundo pelaje!, ¡qué donaire revelaban esos mechones castaños!.

- Randolph, Randolph...

Otra vez la gorda. Seguro que  ha encontrado la piedra filosofal, cuando cualquiera en su sano juicio, sin necesidad de sufrir veinticinco años la ingestión de rollitos de primavera y arroz hervido, deduciría que la avalancha humana que se pone a diario la pirámide por sombrero acude en tropel a disfrutar de la faz de mi diosa. 

- Mira, mira... -me dice arqueándose como una jabata en celo-, allí, apiñados en ese estante están los tubos...

- ¿Los tubos? ¿Qué tubos? 

- Los tubos que se lleva todo el mundo, hijo, que no te enteras de nada. Que los turistas vienen a por los tubos; que me lo han dicho estos dos...; que la gente viene a por el pepe...

- ¿El PP? ¿Qué PP?

- El del Courbet, coño, el del Courbet.

2 comentarios:

Ico dijo...

Pero el de Courbet no estaba en el museo impresionista??.. vaya un viaje atribulado,..me gusta ese humor corrosivo que gastas..

Isabel chiara dijo...

El origen del mundo Ico, ese es el pepe, jajaja