domingo, 11 de septiembre de 2011

CUCAMONGA

La ciudad susurraba promesas bajo el palio de una luminaria intensa. Había vuelto a Nueva York con el aura cincelado del fracaso y la perspectiva de un futuro más negro que la noche que caía sobre mis hombros.

Frank Zappa entonaba Cucamonga en el garito de Benny la gorda, y yo sólo quería olvidar en la marea de una botella de bourbon de tres cuartos.

En Cucamonga hace muchos años, cerca de la iglesia del Santo Rodillo, había un lugar... la la la...

La cocina desprendía un aroma hediondo, como de estercolero de cerdos. Benny, apoyado en la barra, repiqueteaba con sus dedos encima del mostrador: ¡Oh, sí! ¡Esss bueno! Esa peculiar forma de hablar, arrastrando la ese como una damisela timorata; una damisela de 180 kilos con un culo negro picudo y maloliente. La atiplada voz se perdía entre los estertores del tipo que berreaba por los altavoces. Sí, era bueno, pero yo no estaba para los éxitos de otros. A mí me había tocado el boleto premiado: volvía al barrio, a Staten Island, con un apreciable miembro de mi anatomía sesgado.

La vieja NY se tambaleaba de nuevo rozando los límites del pecado. Azarosa, con achaques de rancia seductora, la ciudad se deslizaba a mi paso, acomodaba su pálpito de mercadeos y apuestas a mi marcha, reconociéndome sin rencor, con la benevolencia de una madre me apretaba contra su viciado corazón para arrancarme el alma de un tajo.

Entré por la calle Watking hasta el número veinte de Crossfield Ave. donde se alzaba majestuosa la morada de la señorita Milton, como se hacía llamar desde que rompió sus lazos conyugales con este prenda que les habla.

-Hola Patti, te ves más joven...
-Jódete John ¿qué te trae por aquí?
-Sólo quería saber cómo te va. Acabo de llegar. Venga Patti...

Jodida Patti, seguía siendo muy atractiva embutida en ese kimono negro con mariposas bordadas en la espalda.

-Ahueca John, o saca la billetera que te desluce la facha. Intuyo por el bulto que te han indemnizado bien.

Patti me despachó con un portazo después de que le estampara un sonoro beso en la mejilla derecha. Quise rastrear su boca pero desvió la cara en el último momento. Aún conservo en la solapa la arruga que su puño dibujó como una delación: había vuelto, pero no podía darle lo que ella necesitaba. Había vuelto, sí, dos cabrones me habían pagado el billete de vuelta a Nueva York en primera clase. Todos me miran, me reconocen, cuchichean... Soy el tipo que perdió la polla en Vietnam.

2 comentarios:

mjromero dijo...

En Vietnam se han perdido tantas cosas, no todas materiales, que qué le vamos a decir a este hombre, paranoico ya para toda la vida, después de todo ¿qué es una polla? Yo vivo sin ella y sin paranoias..., claro que no he ido a Vietnam ni a Afganistán, ni a Irák...,donde los chicos se hacen hombres y nosotras qué nos haríamos,porque tampoco jugamos a lanzar aviones...
En fin, maravilloso tu relato, duro, está lleno de música, lo leo con música de jazz, de N. Orleans, y con una mezcla de blues.
Un abracísimo.

Isabel chiara dijo...

Una elección realmente buena, MJ, la del jazz de NOrleans. Nosotras en una guerra no haríamos nada, creo que lo tengo claro, lo máximo hablar de nuestros animales, hijos, sueños, huesos, cargas, amores, etc.

La música de fondo mientras escribía era de Zappa, no el cucamonga que me encanta, del hot rats. Encajaba perfectamente.

Muchísimos besos